dimarts, 20 de novembre del 2007

un rayote rojo sobre plano de obra

(para vicky y martín, sin ánimo de ofender)




Encuentro afortunado en el Roure de siempre, entre diferentes marcas de cerveza y alguna coca-cola descarriada: boquerones que no son anchoas mezcladas con queso fuerte, una tortilla que, por fin, no es arqueología, dudosas (por lo fugaces) croquetas de bacalao y la promesa de una chistorra terminada el primer día en meses que revuelvo al bar donde escribo, dibujo y termino o empiezo días ocasionales.
Entre los hace-mucho-que-no-te-veo y las batallitas ocasionales de los encuentros familiares que marcan un paso del tiempo que parece que no haya pasado empezamos a hablar del concurso del camp nou, entre otras cosas: multiplicidad de vistas, complejidades urbanas recogidas en un proyecto que se dedica a mover gente contrapuestas a mediocridades varias y otros proyectos singulares definidos demasiado lejos de una barcelona que siempre es demasiado compleja para ser recordada de una sola vez (como cualquier ciudad que valga la pena).
Sensaciones mezcladas cuando recuerdo los días confusos que siguieron al desenlace del concurso: noticias de nueve más uno, siendo ese uno un josep lluís mateo amante de mitjans des de demasiado tiempo antes de la ampliación como para que resultase sospechoso de pelotería infame: ex-habitante de un edificio suyo de viviendas falsamente tresbolillado (la fachada como trampa, máscara de un interior muy trabajado que imponía un bloque demasiado vivienda-más-vivienda, necesitado de algún artefacto que lo dotase de escala urbana), y glosador entusiasta de un arquitecto que no siempre ha gozado de mis simpatías, autor de varios proyectos demasiado especulativos como para tener alma o cualquier asomo de humanidad. Mitjans parece olvidarse demasiado a menudo de la cota de la ciudad: al lado de la estación de sants, en el ex-estadio de les Corts, en la telefónica, sus edificios reclaman un suelo autónomo de su entorno, precariamente entregado mediante patios ingleses, escaleras varias, pasarelas heróicamente diseñadas y otros artefactos demasiado complejos como para hacer olvidar una cota de replanteo elegida en despacho y no rectificada in situ.
Ese suelo removido, torturado, casi ajeno a lo que lo rodea se transforma en la propuesta de mateo en un sistema de rampas helicoidal que parece alejar este estadio del caos que creó. Mateo (y cía) proponen a partir de un edificio al que respetan, conocen y aman más que cualquier otro equipo. Trabajando in situ, a partir de la piel, de las sensaciones, del un ruído y de unas vivencias que parecen no alterar ninguna otra propuesta, los arquitectos trabajan y convocan el entorno casi sin tocar el edificio, a una distancia respetuosa, tensa. Se dan cuenta de las dos lecturas del estadio: la primera de ellas nos habla de un juego, la pelota, el fútbol, de un espectáculo integrado por cien mil ventitrés personas: los que animan y los que participan, aunados en una olla a presión que late al unísono, bla, bla, bla: lo de siempre que es verdad, precisamente, a partir de estadios como este, a partir de detalles como la ausencia de esquinas, el ruedo parecido a un circo romano, las gradas en voladizo, un control sonoro deliberadamente descuidado: todavía recuerdo mis vueltas a casa de mis padres, en l’hospitalet, los miércoles o los domingos de partido, cruzando el mismo pont de la torrassa des de donde se rodaron las vistas lejanas de “Tapas” (el terrado de casa de mis abuelos en primer término, multiplicidad de tejados de uralita grises, requemados por el sol, la vanguard ahora derruida. Algún socavón del ave en estos momentos): un gol y una oleada sonora, poderosa, que lo estremecía todo a distancia. Mi camp nou.
La segunda lectura son los accesos: una forma autónoma que ocupa el negativo de la primera, su esturctura, que peina gente, que necesita buenos accesos verticales: que mezcla, que calma, que solivianta. Una arquitectura neutra hecha de estados de ánimo, visible des de la calle, definidora de fachada. Una arquitectura que, durante los años cincuenta, se quedará a medio hacer: se decide en obra que el proyecto original no se ejecutará en su totalidad, quedando en una forma provisoria, aparentemente terminada, recuerdo y espera de lo que va a ser cuando lleguen tiempos mejores. Núñez la termina, habiendo celebrado su primer mandato con el canto del cara al sol, perpetuándose en el poder hasta el punto de que los de mi edad crecimos con él, dejando (al final) que la arquitectura de mitjans hable por ella sola, sin promoción, sin ánimo de reivindicarla más allá de su funcionalidad estricta cuando, por fin, el nou camp conoce su forma definitiva.

Es este estadio completo, esta idea terminada en sí misma, la que mateo respeta, amplía y entrega con la ciudad del siglo xxi.
El arquitecto por encima del promotor. La calidad que habla sola, lanzada en manos de los guías turísticos, compartiendo destino con tantos edificios modernistas en manos de ayuntamientos que los conservan más por su aparente pintoresquismo que por un prestigio no pensado por no dicho. Muerto de éxito.
Estado de las cosas comprendido por un mateo que impone silencio (la distancia) y respeto (no cubrir la fachada). Que sabe ir más allá del proyecto original, cubriéndolo, criticándolo, rellenando los vacíos que mitjans no llega a ver. Completándolo.

Fue, es, mi favorito, por encima de la fría eficiencia de un Foster copión de buenas ideas, solvente técnicamente, patriarca de una época donde parece, por fin, haber triunfado el famoso “no son genios lo que necesitamos ahora”: gestores eficientes, que no se arriesgan, carentes de ilusión, fríos, competentes. Compradores de ilusión, tiranos de falsas buenas ideas que se superponen como máscaras a fríos armazones hechos a medida de los programas de medición.
Hace frío fuera, más que cuando he salido de un roure donde quieren echar a Rijkaard, donde vicky y martín se quedaron debatiendo sobre cosas humanas, abandonando lo divino por aburrido, por distante, porque se hará mañana, o pasado.